lunes, 16 de noviembre de 2009

Piedras ¿vivas?



Una luz parpadea. Así estará durante los 50 minutos que dura la misa. Feligreses van entrando lentamente: son unas ochenta personas, predominan las mujeres, tan sólo hay una veintena de hombres. Excepto contadas excepciones, todos superan la edad de jubilación.   
Entre esas excepciones, una niña de unos siete años mira distraída una columna. Un par de críos desde un carrito ponen banda sonora al acto en forma de gritos.
Es un domingo frío del mes de noviembre. La Iglesia María Auxiliadora, en las inmediaciones de la estación de Atocha. El espacio es amplio. La mayoría de los feligreses se sientan con, al menos, un banco libre de separación entre unos y otros.
Son las once de la mañana. Con exquisita puntualidad, la música ambiental anuncia la entrada del párroco, Manuel Aparicio. En vísperas de la Almudena, la celebración está dedicada a la Basílica de Letrán, catedral romana que, erigida en el año 313, goza el privilegio de ser la primera iglesia del mundo.

La música del órgano, presionado desde la retaguardia por otro cura, da cierta solemnidad. Un parroquiano inicia la primera lectura: La profecía de Ezequiel 47. El templo visto como manantial. Le siguen el Salmo 45 y una de las Cartas de San Pablo a los Corintios. El tema en todos los casos es el del espacio: La Iglesia como edificio de Dios.
Edificios fríos parecen los cuerpos inmóviles de una audiencia aparentemente poco implicada. Continúa la misa con un pasaje clásico: el Evangelio de San Juan en el que se relata el momento en que Jesús echa a los vendedores del templo. «No convirtáis en un mercado la casa de mi padre», grita. Después añade otra frase emblemática: «Destruir este templo, y en tres días lo levantaré». Habla metafóricamente como el templo de su cuerpo. Metáforas no siempre bien entendidas. El llanto agudo de un bebe interrumpe las lecturas.


El sentido de la Iglesia
Terminadas éstas, el sermón del párroco se centra en la figura de la Iglesia. «Somos una comunidad mucho más amplia», dice. No se sabe en referencia a qué. Su tono es calmado, hace uso de la persuasión. Habla de una comunidad «formada por personas».
Se acompaña de un movimiento enfático de manos.
Intenta reflexionar sobre «el verdadero sentido que para nosotros tiene la Iglesia» e invita a la comunidad que lo escucha a sentirse como « piedras vivas de la única Iglesia de Cristo». Alude entonces a los aspectos físicos de las personas y expresa la necesidad de cuidar el cuerpo «dado que en él habita el espíritu».
Tras el sermón, las peticiones son básicamente eclesiásticas: por la Iglesia, por el Obispo de Roma, por los que no conocen a Jesús...
Llegado el momento de la limosna, tres mujeres pasan la cesta. El cura canta. Nadie lo acompaña con su voz. Luego invita a dar la paz. Apenas hay intercambio de besos, la lejanía entre los feligreses es físicamente tangible. Se bendicen el pan y el vino. Algo más de la mitad del aforo se acerca a comulgar.
No se cruzan miradas. Nadie deja su abrigo, tampoco la seriedad de sus rostros. Tras un «podéis ir en paz», la gente se marcha apresurada. Tan sólo unos pocos esperan a que acaben los cantos para salir.Cierta sensación de inercia. El cura desaparece de escena. En la puerta de la iglesia, venden lotería de Navidad.

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