miércoles, 9 de junio de 2010

El rumor de La Pedriza



"En la naturaleza, el periodista es hombre muerto; en la ciudad, el periodista siempre conservará la facultad de escribir sobre nada, sobre casi nada o, tal vez, sobre casi todo."

Esto es lo primero que leo después de cuatro días de libranza.
Regreso a la redacción tras cuatro días bucólicos. Ayer hacía sol en La Pedriza, aunque el agua estaba demasiado helada para bañarse. Hoy no para de llover en Madrid capital como si hubiese regresado el invierno. Me alejo de la montaña de piedras de ayer y hoy vuelvo a cruzar la ciudad en metro y a ascender con prisas la Avenida América para llegar a mi hora al periódico.
La calma y la desconexión alcanzadas en cuatro días de descanso se evaporan al entrar por esta bella, nueva y gris redacción en forma de estrella y llena de gente enrabietada. Una redacción en la que la crisis hizo tales estragos que apenas nadie se dirige la palabra. Despidos que dejaron a la gente seria, automatizada en su trabajo, con cascos en las orejas y vendas en los ojos.
Un mal ambiente que se potencia por el estrés de un nuevo diseño, previsto para el viernes, que tiene a toda la redacción encolerizada. Todos protestan  pero todos se agarran a su puesto de trabajo frente al temor de ser el siguiente despedido.
En medio de ese ambiente, de punta a punta, los quince masterópodos nos lanzamos miradas cómplices, nos buscamos intentando darnos apoyo, rehuyendo de parecernos a los trabajadores con los que compartimos mesa.
Hoy, que vuelvo de la montaña, de subir y bajar piedras y de atravesar ríos, llego a la redacción lamentándome de lo poco que a veces duran cuatro días. Como todos, me sumerjo en la pantalla del ordenador y me topo, precisamente, con una entrada de blog a favor de esta Madrid encolerizada y en contra del bucolismo campestre.
Y para ello, en la entrada se cita a un Julio Camba que, negando lo campestre, aupa el trabajo en una redacción en la que “los compañero hacen chisten y piden pitillos”. Precisamente él -su paso por este periódico nos deja una de las pocas razones por las estar orgullosos de firmar bajo esta cabecera- que renegaría de sus propias palabras si supiese que está prohibido fumar y que a nadie se le ocurriría en esta redacción de atolondrados enfadados contar un chiste. Justo él, que nació en una tierra bucólica y marítima, y que se encerró en una habitación después de saltar por las charcas de medio mundo en las que descubrir que viajar es el peor de todos los placeres. Probablemente, Camba sólo adoró Madrid cuando se alejó de ella. O alomejor no, pero cada uno es libre de escribir cómo quiere su cuento.

Quizás porque aún retumba en mis oídos el rumor de La Pedriza o porque la naturaleza me refuerza como persona lejos de convertirme en una mujer muerta. Quizás porque sé que mirando al mar también uno es capaz de escribir buenas crónicas. Quizás porque estoy harta de este Madrid egocéntrico que nos vendieron como el único lugar donde los sueños de los jóvenes periodistas, al asalto de la Puerta del Sol, podían hacerse realidad.
Quizás es sólo que a mí Madrid sigue sin saberme a cielo, porque me siento engañada por luces de neón que un día me parecieron estrellas, porque deseé mucho Madrid antes de habitarla y odié mucho Madrid después de habitarla. Quizás es porque en Madrid ya fui ardientemente feliz, pero el fuego se apagó como se apagan los calores con estas lluvias preveraniegas. Quizás es que preferiría pasar el verano en el campo o en el mar y me aterroriza pensar que lo vaya a pasar recorriendo distancias en metro.
Quizás es simplemente porque Madrid y yo somos más incompatibles que las quimeras bucólicas y el periodismo; las cuales, a mi parecer, sí pueden llevarse perfectamente bien, aunque, como todo, sea en su justa medida.

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